2020 se presentaba como un año muy prometedor para Etiopía.
Un crecimiento económico sostenido, de una media superior al 10% en los últimos 15 años, le había permitido reducir el nivel de pobreza en el país; expandir el alcance de los servicios sociales básicos como la educación y la salud en todo el país; lograr casi todos los Objetivos de Desarrollo del Milenio establecidos por la ONU; y empezar a vislumbrar la posibilidad real de alcanzar el objetivo principal de ser un país de ingresos medios en el año 2030.
A nivel político-social, los presos políticos que habían sido liberados y muchos exiliados que habían vuelto al país se preparaban para participar en las elecciones generales previstas para agosto 2020 – unas elecciones que se preveía que iban a ser unas elecciones generales de las más abiertas y transparentes que se habrían organizado en el país. No es mucho decir, teniendo en cuenta las pocas que se han organizado en toda su historia, pero habría sido un principio. Hacía solo pocos meses también, en octubre del 2019, que a su primer ministro se le había reconocido su labor con el Premio Nobel de la Paz, posicionándole como una de las figuras mas importantes del continente y, de paso, haciendo de Etiopía una de las fuerzas imprescindibles para abordar todos los retos de la región.
Por desgracia, entrando en el nuevo año 2021, la perspectiva se presenta muy distinta.
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