En mi afán por mantener viva la lengua materna de mi hija adoptiva, pude dar con un documento de Cien fábulas amháricas sacadas de un manuscrito etíope, el nº 273 de la Biblioteca Nacional de París, cuyo autor o recopilador es el Dabta Kenfé. Pertenecen a Cuadernos de la Sociedad Asiática y las obtuve de los Misioneros Combonianos de la calle Arturo Soria de Madrid.
Mi hija, que entonces (2006), tenía cuatro años, al parecer, se defendía muy bien en amariña. Según el traductor de las fábulas al francés (M. M. Moreno), una parte de las historias proceden del mundo helénico en el período de Axum, otras proceden de la India a través del Mar Rojo, e incluso las habría de inspiración europea más recientes, y también de origen persa y otros, lo que nos da una idea del país como encrucijada de gentes y de culturas. Se trata, en cualquier caso, de narraciones típicas de Abisinia, donde es importante el sentido del humor y la afición por relatos basados a menudo en juegos de palabras y dobles sentidos.
A mi entender, las fábulas reflejan muy bien el universo etíope y sus múltiples y particulares constelaciones de animales, monjes, reyes y gentes generalmente dedicadas al trabajo en el campo o simplemente desplazándose en medio del peligro a lo largo y ancho del país. Todo ello vigente al día de hoy, salvo el hecho de que la monarquía como tal ha dado paso a una democracia en ciernes, como las privaciones de la mayoría de la población.
Por su trasfondo e interés y por su belleza intrínseca, me he decidido a traducir estos tesoros al castellano, comenzando por una de las dos que incorporé en mi libro La luna de Addis Abeba.
Alberto Pardo de Vera
El hombre y las hienas
Viajaba un hombre en medio de la oscuridad cuando se vio rodeado por un grupo de hienas con la intención de devorarlo. El hombre desenvainó su gran espada y se defendió como pudo, hasta llegar a un árbol, una especie de acacia, trepando rápidamente a lo alto de sus ramas. Las hienas, en el suelo, trataban por todos los medios de darle alcance, arrancando grandes trozos de la corteza del árbol con sus poderosas uñas. De pronto, una de las hienas se separó de las demás y empezó a trepar aprovechando un trozo muy grande de corteza que se había desprendido. Al verla acercarse, el hombre blandió su espada consiguiendo romper la corteza por la que la hiena furiosa y atrevida estaba llegando hasta él. La hiena, sin nada en lo que apoyarse, cayó al suelo. Sus compañeras, reunidas al pie del árbol, creyendo que era el hombre el que había caído, se lanzaron rápidamente sobre su compañera atrevida y la devoraron, alejándose satisfechas. A la mañana siguiente, muy temprano, el caminante pudo reanudar la marcha hacia su destino.